sábado, 26 de septiembre de 2009

David LaChapelle: artificio...

Si sólo tratara de erigirse como un espejo más del mundo, habría pasado por alto la pretensión moralizante de la obra de David LaChapelle. Quien no espera nada del mundo puede aprovechar mejor su condición, pero quien habitándolo lo objetualiza reproduce su miseria. El artista en cuestión, espera muchos dólares, muchos aplausos no una parcela mejor del mundo.

La finalidad del discurso ético empuñado por LaChapelle, que supone una crítica social, se pierde en la realización estética. La imagen habla por sí misma y habla en muchos tonos. La vulgaridad –entendida como secularización comercial, como gratuidad exuberante y como simulación– es el tono dominante en la obra de LaChapelle.

Un juego artificioso donde la intención de suprimir fronteras, cohesionar simbolismos y utilizar distintos recursos –la reinterpretación de Miguel Angel; la hipótesis de un Cristo cotidiano; el desnudo como dogma nauseabundo y el empleo de marcas que representan el galopante consumo global– frustra el intento de materializar visualmente una crítica a la sociedad contemporánea.

David LaChapelle es uno más entre tantos que confunden reflexión con mercadotecnia. No logra pasar de la intención a la concreción porque las herramientas simbólicas que emplea favorecen el escándalo barato. Esa ingenuidad es imperdonable.

El fotógrafo es una especie de Naomi Klain de la imagen que transita por las redes globales con la misma eficacia que un infomercial nocturno. Sus imágenes decorarían a la perfección el baño de un bar alternativo, pero difícilmente harían de Beverly Hills un lugar humanamente mejor. Un poco como le pasa al fotógrafo austriaco Spencer Tunik, que vende barato la experiencia del cuerpo, de su reconocimiento en sí, de la desnudez como acto natural, como la utopía liberadora de prejuicios y tabúes, y que no es otra cosa que un retrato de su propia enfermedad como un ser humano que anda por la vida vestido de arriba a abajo.

Si bien el trabajo de LaChapelle es técnicamente inobjetable, no despierta más interés que la revista National Geografic, la revista de Lo Insólito, o Alarma en sus tiempos de gloria, en su propósito de desnudar la pobreza, el dolor, el abandono y la miseria del ser humano. Claro está, sin el arquetipo mítico del rock star.

LaChapelle sincroniza a la perfección con el tiempo del arte. Un tiempo que se ha desdibujado en la sincretización de estilos, a su vez justificada como exploración enriquecedora, pero que francamente representa el agotamiento general del arte en su irrefrenable conversión en entretenimiento; en su transformación en cadena de pertenencia social y muy lejos de una visión que fracture paradigmas e innove. Contrario a ello, parece rendir un homenaje a través de la belleza corporal a la decadencia que denuncia. Estamos frente a un falso choque semántico que pareciera superponer la belleza a la decadencia, cuando la decadencia tiene su propia estética.

La fotografía, mientras más accidentada, espontánea y súbita sea, cumplirá mejor su misión de ser un vehículo fractal, un tajo de vida arrancado de imprevisto, una raja de realidad extraída sin otro plan de acción que encapsular discreta pero fulminantemente un instante que jamás volverá. El montaje, la recreación, la reproducción de determinada realidad o incluso de ideas, nunca podrá liberarse del atavío del artificio y la simulación. Si existe una disciplina artística que exige irracionalidad e instinto es la fotografía.

Dentro de su obra, la belleza es un distractor y no un elemento que acentúa el drama. La belleza rompe la tensión simbólica, secuestra su trascendencia y crea una composición vulgar. De ahí que dicho cliché no sirva para salvar su discurso moral –celebrado hasta la náusea por curadores y fans.

El elemento del vacío, que tanto intenta criticar, es antropófago, actúa por metástasis; no requiere revestimiento alguno para conducir a su huésped a la supresión paulatina. Parece más un intento fallido del autor por desmarcarse de su modus vivendi. Tristemente logra alimentarse de las miradas inexpertas de muchos espíritus despistados que buscan empatía al amparo de infiernos artificiales.

David LaChapelle ofrece eso, la posibilidad de empaparse de algo tan superfluo e inútil como una erección en la cima del Everest.

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