Aún recuerdo la primera vez que nos tocamos. Estábamos bajo un techo alto e inclinado, ideal para que una lluvia suicida tomara impulso para lanzarse a morir.
Primero, se agrietaron nuestros dedos. Brevísimas hendiduras exponían nuestros bazos sanguíneos. Después las grietas comenzaron a extenderse sobre nuestros brazos y hombros; en cuestión de minutos habían invadido nuestro cuello, la cabeza y hacia abajo el tórax.
No podíamos dejar de tocarnos, incluso, creo que seguimos haciéndolo cuando, sin darnos cuenta, habíamos caído tan hondo adentro del otro, que ya no podíamos reconocernos sino como uno mismo.
Nos habíamos sumergido uno en el otro.
Nuestra evaporación había comenzado y nada iba a detenerla.