No sabía que aquella tarde lluviosa terminaría
compartiendo la mesa con una víbora. Antes que nada y que todo, estaba la
lluvia. Había que hablar de ella como algo más que el efecto abominable de una
tormenta tropical o del huracán en turno. La lluvia amanecía en toda su
propiedad como un sol líquido, como luz que escurre imperceptiblemente por la
piel, pero eso sí, nunca como lluvia, como simple lluvia. La lluvia sirve para recordarnos
sobre nuestra condición impermeable, a veces lívida, impenetrable. Hace
consciente la frontera de la sensación. Consterna.
También, entre la lluvia y la víbora había que traer a colación una ciudad. La ciudad como espejo: el otro, el que está en movimiento,
el que es incapaz de quedarse quieto, el que es y no es, el que es sin ser, el
que nos borra y dibuja. Hay que citar a la ciudad en la esquina precisa donde
se convierte en un abrazo, en una sonrisa; en la continuidad de tu puerta, en
la mesa de la cafetería donde más que café te bebes el tiempo y te bebes al
otro.
A veces, la ciudad pasa de ser espejo para volverse
espejismo. He ahí la pasión de la lluvia. He ahí también el porqué se inunda
para volverse un mar donde la imagen reposa. La ciudad, también es un nudo que
atan los que se buscan y desatan los que se encuentran.
También había que mencionar que esta tarde en la ciudad
que llovía había una mesa en la que un hombre se imaginaba sentado en una mesa
una tarde que llovía en una ciudad espejo. Ese hombre pensaba que el agua y la
lluvia no venían de ningún lado, ni iban a ningún otro.
¿Qué tal si el agua brinca la bardita y se vuelve una
anémona? ¿Qué tal si la anémona en realidad es una brisa o un rugido? ¿Qué tal
si tras su transparencia se vuelve cualquier cosa, por ejemplo, una víbora?
En ese caso habría que decir que la víbora es el alma
del agua que serpentea hasta instalarse frente a un café. Hay que decir que se
estira, delgada como es, para alcanzar un cigarro. Hay que verla fluir en el
esplendor sinuoso de sus curvas y quedarse ahí largas horas en su risa.
Esa víbora de agua que viene de una ciudad espejo una
tarde lluviosa, bien podría ser la lluvia misma o su espejismo. Mientras tanto,
el hombre que está sentado en una mesa imaginando que es un hombre sentado en
una mesa en realidad es un perro.
Piensa en establos, puercos, gallinas y heno. Pero no
piensa: siente. Siente el agua que se enrosca en sus ojos, en la lengua bífida
de una gota de lluvia, en la piel inalcanzable que se eleva ante él, en la
mirada profunda y al mismo tiempo alegre de la víbora. Piensa y siente que el
tiempo no pasa y cuando pasa, siente y piensa que no lo ha vivido. Ha vivido
demasiado poco lo que poco a poco se vuelve demasiado. Está ahí, sorbe su café,
enciende otro cigarro, la lluvia desapareció, la ciudad se transformó en un
gris espejismo, la víbora se esfumó, regresó a su condición de humo, de sueño,
de belleza que se aleja diciendo adiós con la mano.