miércoles, 10 de febrero de 2010

Mis pies conocen el arte de pararse en medio de la multitud en el momento preciso en que una estampida está por comenzar. Hay algo de otero en esa suerte animal de la manada que trota en diversas direcciones, algo de planicie, algo muy altiplano que los urge a desplazarse. Una añoranza, o mejor dicho una falsa nostalgia por el siglo pasado me hace preguntarme qué hubiera hecho yo de haber estado en la situación de Tomás. Praga, para acabar pronto, es la arena onírica donde sitúo la hipótesis. Un poco por Kundera, que como bien se sabe, domesticó el arte de llorar políticamente. Pero no, ahí no estaba yo y no podía imaginarme como Tomás y Tereza, o como Tomás y Sabina. En mi propia levedad, los tanques que me invaden distan mucho de ser soviéticos. Un fuego diferente y una lucha distinta me orilla a ser un eterno desplazado. Mi propia Ginebra se construye con fuego amigo, desde la trinchera de al lado, en el más puro tiroteo de la confusión, en la más grave herida que jamás me hayan hecho. Y sí, si mis pies aprendieron el arte de pararse en medio de la multitud sin miedo, también aprenderán a caminar, a correr y a irse a la chingada. Al fin y al cabo Tomás no pudo determinar su romántico final, estampado en el parabrisas de su vieja camioneta checoslovaca. Ni yo el mío, huyendo contra el viento, vivo, pero no tanto.