jueves, 14 de abril de 2011

Contemplación.

Hay que aprender a contemplarlo todo desde su final, pienso. Imaginemos superficies: sus grietas; lo que entrañan; la forma en que al hundirse desvelan un amasijo irreconocible de la cosa (que siendo la cosa misma, ya no se le parece).  
La naturaleza unívoca de las cosas extiende al ojo, lo vuelca y revuelva. La mirada nace de la quietud, la quietud proviene de una muerte lenta. Contemplar es detenerte en el tiempo, sin detener el tiempo. Contemplar es haber llegado al límite. No poder resistir más la interacción. Volverse la piedra. La imagen congelada en la postal. Las no ganas. El punto fijo. Una coordenada que emula un epitafio: la ausencia.
Sí, la contemplación es la forma elocuente de la ausencia. Nadie, ni siquiera tú estás ahí para verlo. Es lógico que de tal horror hayan surgido la filosofía, los brotes de predestinación divina más arcaicos y también la seducción del suicidio.
Ahora, con su permiso, continuaré mi contemplación.

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