Demasiado güisqui. El cuerpo no podía soportar otro tequila. Mi mente eructó tanta cerveza. Me tambaleé con el vino tinto carmenere. La calle me pareció más honda y menos nítida. La noche fue larga, como la vida de un monje. Había ruido y muchedumbre y me sentí un Diógenes sin talento y lo que es peor, sin linterna.
El tiempo caía y caía como una parvada de celos. El cielo desvelado hizo lo suyo entre estrellas, nubes y su azul matutino. En el silencio la sangre acudía para mirar el riachuelo colorado que se formaba al caer mi orina.
Ahí estaban todos y no había nadie; no veía a nadie; sólo sentía el tufo de sus sustancias; los esqueletos ambiguos revoloteando drogados en las banquetes. Los bultos y los cardúmenes empuñando sus vasos de vida desechable.
Y yo en medio, arriba, abajo y a un lado, invisible y nítido como un balazo que llega para quedarse al fondo de la memoria.
En la superficie de mi indiferencia.