Amo despertar. Erguir el cuerpo y afirmar mi identidad como ser vivo en una botella de coca cola ligth y un cigarro. Nada ni nadie me quita ese placer. Es el Sabbath. Una horda de costumbres brotan como pústulas en la piel de la vida.
Mi sangre sigue impura y contenida. Siento que registro la transformación de un hombre en su propia ficción y que en ese proceso dibujo la miniatura del mundo. Siento que ese hombre se desplaza de mí hacia la noche y permite que amanezca sólo su despojo. Luego el despojo recuerda al otro e intenta negociar una reconciliación. Algo que sin llegar a maridaje ate los cabos sueltos, tunda de sentido a la maraña de la nada y entonces sí, habite signo y designio, desde un desorden menos desaseado.
No sucede así. Como en todo, los hombres que soy se dividen, se parten, ni siquiera llegan a dilema, se quedan en la nata espesa de una costumbre, una mala costumbre de respirar sin llenar del todo los pulmones. Ese estado se prolonga en tanto no decida escuchar heartbeats y Knife o José González inunden todo. Es ahí cuando desde mi coca cola ligth y mi marlboro que se acaba puedo decir, siendo el mediodía he vivido lo que tenía que vivir.
Entonces duermo. O me hago zombie. O sigo escribiendo.
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