Suelo exponerme justo a la hora en que nadie vigila. Mi desnudes fundamental proviene de mis barbas remojadas, de mis ojos secos. Mi transparencia es la de un vaso recién lavado.
El ritual comienza cuando saco las manos de su empaque -no de su miseria- para saludar al aire. Luego viene ese tic tac, que en realidad es una sinfonía del aburrimiento, que consiste en estrellar las uñas contra la superficie de una mesa.
Enseguida, fijo la mirada en el no ver; el horizonte promete ser un campo diseñado para alojar la palabra horizonte; el enfoque simula ser una forma única de distraer al ojo; el ojo finge ser una polaroid en un domingo soleado.
Es ahí cuando aviento un zoom contra el silencio: labios cerrados, puños duros, rodillas juntas y quizá también silla café. El rostro que-da pálido porque pálidos serán los rostros de los fantasmas.
Pero los fantasmas no vienen a tomar café. Se quedan enredados en una pompa de jabón, en un baño frío, en una zona intermedia entre el nunca y el jamás.
Yo soy uno de ellos.