No discutiré la importancia de esquivar las hormigas al caminar. Las banquetas, los pies y estos insectos convergen obligadamente en el concepto aplastar. Yo no voy a aplastar a la hormiga sin talento, sobre todo cuando Dios no existe y no hay a quien culpar por tanto idiota erguido en dos patas.
Yo no voy a patear, ni seré pato, ni aplastaré hormigas, sólo quiero sentarme en una sala nueva y comer con los codos encima de la mesa. Quiero saborear el delicado arte de husmearme de reojo para confirmar la clase de animal que soy. Yo no voy a saborear mi discapacidad fundamental si no es tirado como una yema de huevo sobre un comal ardiendo, con un güisqui eterno y un marlboro que deje ver mi poca imaginación para matarme de cáncer.
No yo no voy a matar al cáncer, ni al trópico y mucho menos al entrópico. Las metástasis son dosis huecas de esperanza. Prefiero el error de la sinapsis que obra todo con magistral ignominia; prefiero el accidente callado y electrizante de ese proceso neuronal que cuando menos lo esperas te mantiene sobre dos pies, en un mundo de cabeza; en un mundo que nos obliga a aplastar a las hormigas sin darnos cuenta.