Acabo de ver la muerte en la mirada de alguien. Primero me pareció un gesto infantil. La segunda imagen que me despertó fue de miedo. Fue un ojo que cruzó con todo y cuerpo a unos metros de donde me comía una papaya dulce con un té.
Eran un par de ojos que llevaban bastón. Eran dos ojos vestidos de manera casual. De sábado en lunes. Luego, esos ojos donde la muerte había ya hincado sus colmillos adquirieron voz. Los ojos hablaban un poco agudo y se escuchaban cansados. Eran unos ojos que desayunaban un huevo revuelto y miraban con atención a otros ojos que también hablaban frente a él.
De estos otros ojos no sabía yo nada. Eran unos ojos que en realidad eran una nuca con poco pelo gris. Eran unos ojos que murmuraban algo indescifrable. Eran tan ojos como los otros ojos pero yo no los veía. Cada par de ojos en lo suyo. Cada uno haciendo o deshaciendo. Como en aquel texto de Cortázar donde había que evitar confundir al pie, con el pie, acá se trataba de hablar de los ojos y de los ojos, pero sabiendo que los ojos eran distintos de los ojos. Y cómo no iban a ser distintos los ojos, si en ellos había visto yo el gesto de la muerte, del miedo, de la angustia mientras se comían un huevo revuelto.