Siempre he imaginado al tiempo como un dromedario que engulle todo y luego lo regurgita. Coincidencia feliz, siempre he considerado a lo humano como un vómito y a lo divino vomitivo. Teoría falaz, pienso, mientras degluto un mufin de naranja –hermosa creación humana– y el tiempo pasa tan lento como la digestión.
A todo esto, resulta divino contemplar que no hay nada afuera de este instante, y que acaso sea eso una copia exacta de lo que prevalece dentro de mí, no se alterará mi ejercicio habitual de abstracción vespertina ¿qué puede un hombre como yo abstraer de este momento? Dos tacos de arrachera, con chorizo y queso. Unos frijoles charros. La sensación de soledad en la mesa. La misma sensación en otra mesa. El mismo mundo. Murmullos por ahí y por allá. Dios acurrucado en su témpano sideral. Luces, sombras, autos.
La realidad invita a la introspección y la introspección a salir corriendo de nosotros mismos. El acto de entrar y salir de uno mismo se llama maldición y a veces, las maldiciones no son otra cosa que bendiciones cargadas de realismo.
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