Ser un anciano de treinta y seis años tiene lo suyo. La fe se jubiló. El alma no vale un quinto y tu resto de espíritu lo empleas en maquinar una forma sublime, pero discreta y constante, de desaparición.
Los ancianos de mi edad hemos recorrido el mundo a grandes zancadas. Concientes de que la memoria es nada y la vida menos, acudimos la instante para salvarnos de la levedad y sus miserias.
Nada nos queda, nada llevamos, nada queremos. Estamos y es ganancia, al menos, para el vendedor de lotes del cementerio.
Llevamos a cuestas cada uno de los años del hombre. Somos más que dos milenios, somos la imposibilidad de cuantificar la mole de absurdos que el tiempo acumula en esa tarabilla perniciosa, también llamada historia.
No tenemos otro arte que atestiguar desde la piel el deterioro del mundo; escuchamos ideas demacradas a las que el maquillaje ya no pudo salvar de una vejez indigna.
Somos los no hombres. Somos la rendija obnubilada por donde el sol neciamente trata de ingresar con su farsa y tétrica iluminación. El mundo no nos reconoce porque parecemos nuevos. La novatada consiste en consignar a ultranza la estafa de la existencia. No nos perdonan no reírnos más que de ironía. Y que la carcajada que tosemos se escuche como lamento.
Somos esto que no ves, en tu envés, al revés y todavía te lo crees.