Tenía el último aliento en el primero. Una crisálida sublingual secretando el hilo negro de su voz. Tenía una mancha absoluta fuera del cuerpo y el corazón ahumado. Tenía la bilis de un ejército y las armas de una hormiga. Tenía la fuerza del estornudo y el moco de una llama. Sabía que mis días eran suyos y que mis mentiras le pertenecían como las rayas al tigre. Respiraba sobre su boca para alentarla a despertar. Retocaba su fantasma con cuentos fúnebres; relatos de un cuchillo caliente, retirado de la quinta costilla del séptimo cadáver. Había que callar. Había que caer en la ceguera profunda de la aguja. Había que degollar los días para dejar expuestos sobre la mesa los sueños mordisqueados. Entonces tomé su aliento. Su último aliento. Ese eructo volcánico que me lanzó a la nada.
La amable explosión esta
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La lenta, casi imperceptible marcha de todo continúa en sus revoluciones y
sus inescapables giros. No hay manera de saber cómo, pero es ineludible el
he...
Hace 3 años