“Hay que ver caer el tiempo”, dijiste. En tanto levantabas un muro sobre la ventana (uno de paja y yodo). Yo me opuse; dije "no". Argumenté que el tiempo ya nos había quitado la ropa, el pelo, los dientes, la piel, los respiros; dije también, que nos había tirado la mirada al suelo con todo y párpados; que incluso, nuestros brazos se habían vuelto una suerte de ductos soterrados y vacíos que ni siquiera podían tocarse en forma de raíces o hallarse en la nariz de un topo.
Entonces insististe. Fue ahí que nos sentamos a ver caer el tiempo. Fueron hojas, piedras, sapos, granizos, nubes y no sé qué otro despojo lo que llovió. Pero el tiempo no. Al parecer hacía siglos o caricias que se había levantado e ido.
Habíamos llegado tarde una vez más.
Tomé tu mano y fuimos a buscar un nuevo reloj.
"Uno de arena", sugeriste.
Yo estaba pensando en uno biológico.
2 comentarios:
Sentada en el desierto de mi vida, esperaba una tormenta de arena. Algo que realmente me cegara. Un tornado, que me levantara el sombrero, la falda, los anhelos, el deseo. No era la lluvia a quien, pues me mojaba y me convertía en lodo. Tampoco el sol, ya que me calcinaba las esperanzas, con sus cabellos amarillos. Quizá una mano con forma de ala, que me liberara de mi inmovilidad ancestral. Unos dedos mojados en tinta, que dibujaran sobre mis párpados, unos nuevos ojos para mirarte.
De esas veces que los comentarios son mejores que lo que está escrito en el blog.
Guay...!
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