Aún recuerdo la primera vez que nos tocamos. Estábamos bajo un techo alto e inclinado, ideal para que una lluvia suicida tomara impulso para lanzarse a morir.
Primero, se agrietaron nuestros dedos. Brevísimas hendiduras exponían nuestros bazos sanguíneos. Después las grietas comenzaron a extenderse sobre nuestros brazos y hombros; en cuestión de minutos habían invadido nuestro cuello, la cabeza y hacia abajo el tórax.
No podíamos dejar de tocarnos, incluso, creo que seguimos haciéndolo cuando, sin darnos cuenta, habíamos caído tan hondo adentro del otro, que ya no podíamos reconocernos sino como uno mismo.
Nos habíamos sumergido uno en el otro.
Nuestra evaporación había comenzado y nada iba a detenerla.
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Todo comenzó, en el cuadriculado de su piel. Sus vellos, eran raíces que germinaban y salían de cada sus poros. Ella desde lejos, solía apreciarlo como un paisaje. Fue entonces cuando él dejó de ser pintura y se convirtió en ventana. Ella curiosa, saltó de inmediato hacia su interior. Comprendió que nunca fue invierno. Lo de la nieve, era solo una percepción, un espejismo.
Se dio cuenta que recorrerlo más que una aventura, era perderse en su geografía. Ahora ambos, con los ojos implantados en las manos. Manos que iban y venían. Manos que se cruzaban. Manos impertinentes que se movían sin pedir permiso. Manos recorriendo curvas, montañas y declives.
Dos ciegos perfectos en su imperfección. Llovía. Llovía como nunca. Llovía de la piel hacia afuera y del cielo hacia ellos. Las caricias subían y bajaban, como tormenta. Nos rozamos los labios. Luego descubrimos que la lengua era otro órgano de la caricia. Manos, lenguas, lluvia y una ventana cerrada, adornaban un nuevo paisaje.
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