Despertó pensando una sola cosa: los ciclos. Se asumía privilegiada. Una dialéctica consumada que, con un ejercicio mínimo de observación comprobaba que el frío y el calor, la noche y el día, el bien y el mal, se sucedían de una forma casi institucional. Esa mañana decidió dar un paso de la observación a la práctica. Sin la experiencia, el testigo no pasaba de ser fisgón, un vulgar entrometido limitado a registrar la vida sin haberla vivido. Decidió entonces que se iría y abandonaría ya mismo su visión condicionada por la costumbre de habitar un solo sitio. Se puso en pie, miró a su alrededor y cruzó la calle. Quizá en la esquina contraria descubriría un modo distinto de ver el sol, la luna, la lluvia y sobre todo, la indiferencia de una ciudad de la cuál, ella era una más de sus orillas.
La amable explosión esta
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La lenta, casi imperceptible marcha de todo continúa en sus revoluciones y
sus inescapables giros. No hay manera de saber cómo, pero es ineludible el
he...
Hace 3 años
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