Era el tedio. La edad postrada en una silla –artefacto vulgar que soporta algo más que cuerpos: una fábrica de humores; el hedor concentrado en un tapiz azul cobalto. Era la humanidad, arrugada ahí, en sus manos. Era dios, luciendo su mejor ausencia en un gesto, en una marca.
¿Era la vida? No. Era él: un otro más en la ausencia. Era la ausencia sobrepasando las moléculas, elevada a una condición existencial fatigada. Era la expresión cruel de lo común. Un producto perfeccionado del espejismo cultural. Un ser humano concentrado en una silla, en una orilla de la humanidad: contenido únicamente por la fe de ser y estar, realmente ahí, en eso que moría y le moría.
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