Aún no me sonreías y el mundo estaba ahí. Las mañanas grises llegaban puntuales y seguían grises incluso llegado el sol. En ese entonces, pensaba yo que el mundo no tenía compartimientos. Era una caja de zapatos; un aviso de obra en la banqueta; el mundo se las arreglaba para posar de pie en una terminal de viaje, sin la idea de viajar; estaba imbuido en una suerte de espionaje: quería ser el testigo de otros vuelos. Nada más.
Luego siguió girando: dentro de una taza; en los escondrijos de la lengua; en el punto vago del ojo absorto; en rendijas dentadas donde la voz se entrecorta; en el tobogán de la lengua sin palabras; desde los tentáculos minúsculos del tacto en desuso; bajo el talón y su maniática propensión al desplazamiento horizontal, en la vana quietud del reposo.
Luego entonces, comenzaste a sonreírme. El mundo seguía ahí. Las mañanas grises llegaban puntuales. El mundo confirmó carecer de compartimientos y nosotros, comenzamos un vuelo.
4 comentarios:
Dr. me gustan sus matices de gris.
Son los encabezado de otras cosas. Agorera.
Las mañanas grises, tienen tintes de sonrisas cuando te leo.
Las sonrisas grises desaparecen.
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