Ahora
veo a través de esa chica que sube la fotografía trescientos veintisiete a su
perfil de instagram. Sí, digo veo a través, porque ya no la veo más a ella. Desapareció.
Se volvió un ángulo fijo, alterado únicamente por un color diferente de tanga o
de sostén. Sus curvas hermosas y la perfección de sus nalgas están más allá de
lo obsceno y yo tan solo estoy más acá de mí. Ya no me interesa poseerla. Tampoco
me relamo los bigotes imaginando el festín que todo buen hombre podría darse en
tan suculento cuerpo.
Se
trata de un no encuentro entre dos desconocidos en pleno fin del mundo, en el
que palabras como conectividad, ancho de banda, megas, acceso, wi fi,
portabilidad y otros, se disputan lo que queda de nuestras vidas.
Aquí
no importa lo real o lo irreal, mucho menos lo verdadero. Los aspectos
estéticos y la composición fotográfica han pasado a un segundo plano. Su
exhibicionismo y mi curiosidad han suplantado su nombre o el mío.
Y la
verdad es que ante una situación como esta aplaudo al perro que ha venido a
sentarse a mis pies. Huele mal, intenta lamerme, mueve la cola. Yo cojo un
trozo de pan y se lo echo al piso.
Pide
más, tal y como la desconocida pide más ojos, más miradas, quizá más puñetas,
más pensamientos lascivos, y díganme ¿Quién soy yo para negarles a ambos lo que
anhelan?
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