martes, 22 de marzo de 2011

21 de marzo



Antes de que apareciera la mariposa monarca, voló una mariposa negra. Vulgar imitación de murciélago. Reímos. El bosque jugaba a ser millares de voces que entonaban una melodía sucia: la del viento. Rugido sigiloso y fugaz de un acróbata que esquiva los árboles montado en un motor invisible.
Las coníferas y los pinos, parecían una imagen congelada de un baile masivo. Los troncos inmóviles, de sugestivas líneas humanas, firmes sobre una alfombra viva y crujiente; las ramas se tocan como se tocan los que bailan. Pensé.
Abajo, la hojarasca recogía el tono ocre de la tarde. Un grillo montó sobre una rodaja de pan. Nos miramos fijamente. Su ojo de cofre redondeaba una insinuación, quizá una sugerencia respecto al paradero de un aderezo que transformara su ingesta en experiencia gourmet.
A pocos centímetros, una hormiga exploradora rondaba el plato con queso gouda. Podía verla ir y venir sobre el hielo seco, evaluando la estrategia a seguir, calculando los riesgos, estableciendo un plan eficiente para que la gran familia pudiera recolectar de forma segura el botín descubierto.
Las infatigables moscas que merodeaban el prosciutto, confundidas por la presencia de los cubos de melón, confirmaban su condición de criaturas diseñadas para dotar de sentido al concepto: osada terquedad. Desafiantes regresaban tras cada manotazo.
El vino portugués, las aceitunas y los palmitos, el lomo canadiense, un trozo de tela violeta improvisado como mantel, la tarde fundiéndose sin tiempo, el camino de regreso, el día veintiuno de marzo que no se va a borrar de la mirada, del tacto, y sobre todo, del corazón.

1 comentario:

Clarice Baricco dijo...

Aparte de tu texto, la foto me encantó. Es una chulada.
G.