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¿Con quién tengo que
hablar para callarme? Escribo por ahí, con la esperanza de la que la escritura
responda la pregunta. Porque se sabe, escribimos para exorcizar, para mantener
a raya al monstruo, para aquietar a la bestia, para sostener el equilibrio del
mundo. Y sin embargo, la voz interior cada vez es más grave. Su volumen rompe
desde adentro los tímpanos. El cerebro se ataranta. El espíritu enflaquece y en
ese momento, estamos a merced de la nada.
Hay demonios que no
renuncian a su forma original. Bellos, alados, imponen su imagen para consumar
su vocación. La demonología y la teología coinciden en el carácter manipulador
del diablo. Engaña, dicen. El humano cae. La manzana u otra cosa, son vehículos
metafóricos que animan la fábula de la seducción.
¿Somos débiles o la
debilidad es una fuerza que nos impulsa a oponernos a las imposiciones de una
lógica que nos sitúa contranatura, en el camino inverso, en un carril que no es
opuesto, sino simplemente parcial?
Caminamos para
sentir que quizá esa es la forma de quedarnos quietos. El paisaje pasa en los
rabillos de los ojos. El tiempo se acumula y no sabemos a dónde llegar.